Salió al pasillo, y a medida que se iba aproximando a la
cocina ya percibió un olor a mandarinas y a decepción. Prefirió concentrarse en
el primero, puesto que sabía que el segundo no le iba a gustar. Al llegar justo
al lado del marco de la puerta se paró unos segundos, dubitativa, hasta que al
final salvó el espacio que separaba la sombra del pasillo de la claridad de la
cocina. Y allí estaba él, sentado en uno de esos taburetes de madera que cada
dos por tres había que apretar si nadie quería donar una parte de su
patrimonio, a decir glúteo derecho o glúteo izquierdo, a ese gres desgastado
por los años. Ni siquiera se movió, es más es que ni asomó sus tristes y
cansados ojos por encima de las gruesas gafas de pasta a su entrada. Ella lo
contempló, repasó todas y cada una de las arrugas que confeccionaban su cara y
se preguntó cómo podía ser que esas mismas arrugas que habían servido semanas antes para
la expresión de un rostro feliz y desenfadado, ahora dibujaban tal lúgubre
retrato.
El marcapáginas del silencio.
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