miércoles, 13 de noviembre de 2013

OLÍA A MANDARINAS Y A DECEPCIÓN


Salió al pasillo, y a medida que se iba aproximando a la cocina ya percibió un olor a mandarinas y a decepción. Prefirió concentrarse en el primero, puesto que sabía que el segundo no le iba a gustar. Al llegar justo al lado del marco de la puerta se paró unos segundos, dubitativa, hasta que al final salvó el espacio que separaba la sombra del pasillo de la claridad de la cocina. Y allí estaba él, sentado en uno de esos taburetes de madera que cada dos por tres había que apretar si nadie quería donar una parte de su patrimonio, a decir glúteo derecho o glúteo izquierdo, a ese gres desgastado por los años. Ni siquiera se movió, es más es que ni asomó sus tristes y cansados ojos por encima de las gruesas gafas de pasta a su entrada. Ella lo contempló, repasó todas y cada una de las arrugas que confeccionaban su cara y se preguntó cómo podía ser que esas mismas  arrugas que habían servido semanas antes para la expresión de un rostro feliz y desenfadado, ahora dibujaban tal lúgubre retrato.


El marcapáginas del silencio.

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