Con la mirada puesta en el patio
de luces, oscuro irónicamente por capricho de la tarde, Nabor dejaba escapar
alguna que otra calada distraída al Ducados
que sujetaba con la mano izquierda. Hacía ya demasiado tiempo que el tabaco no
le aliviaba así que lo hacía más que nada por costumbre. Apoyado sobre la
repisa de la ventana su cabeza estaba muy lejos de los ladridos del perro del
primero o de los sonidos de los cacharros al fregar de su vecina del tercero.
Habían transcurrido casi diez
horas desde que pisó la ciudad y todo parecía ir tranquilo. “Demasiado
tranquilo” pensaba para sí “El Mangosta”.
A las tres de la madrugada, puntual como un gallo, salió de la cabaña de la
finca y se encaminó al pueblo. El cual no tardó en alcanzar más de veinticinco
minutos a una velocidad moderada por el camino de tierra. Al llegar a éste se
dispuso a guardar la camioneta en la cochera trasera de la tienda de Joe y a
dejarla tal cual la había encontrado tres días antes. Vaciada al completo, la
vieja camioneta blanca ya le había dado todo el servicio que tenía que dar. Echó
la lona negra por encima y escudriñó con mirada felina la imagen de la
camioneta cubierta, así como el resto de la estancia. Si alguien pasase a la
cochera a la vuelta de vacaciones no repararían en nada distinto.
Se echó la bolsa de deportes al
hombro donde había metido todas las armas y la munición pertinente y se
encaminó cerrando la cochera a recuperar su moto. Se cambió de guantes y de
botas bajo el álamo e introdujo el pasamontañas en el bolsillo interior de la
bolsa. Tuvo que caminar unos diez minutos totalmente a oscuras y guiado por una
memoria calculada al milímetro hasta su escondrijo. Se acercó sigilosamente al
lugar y no pudo contener una sonrisa pérfida. La verdad es que no podía estar
mejor camuflada, la silueta de la Kawasaki Vulcan pasaría desapercibida ante la
mirada de cualquiera.
Cuando por fin tomó rumbo hacia
la ciudad su nerviosismo crecía a medida que aceleraba con su mano derecha,
como una sombra fugaz en la noche, aproximándose más y más a la ciudad. El
destino de “El lince” culminaría en
apenas una hora. Y el de “El Mangosta”,
con él. Estaba seguro de ello. Todo iba a cambiar.
***
Escuché sus pasos desde el
pasillo e intuí su sombra asomándose en la puerta del despacho en un intento de
no ser visto.
-¿Qué haces despierta Delia?- preguntó
suavemente para no asustarme. “Ingenuo”, pensé.
-Pues no podía dormirme así que he
bajado a leer un poco- contesté, dando esa vaga explicación que ni siquiera se
merecía. Dejé el libro sobre el escritorio principal y observé de reojo como
seguía plantado en la puerta del despacho mirándome.
-Son las cuatro y media de la madrugada,
no me gusta que estés aquí abajo sola- dijo excusándose cuando le devolví la
mirada.
-Muy bien-.
-¿Muy bien? Y ¿ya está?-desde
luego Matt a veces se ponía realmente pesado con el rollo sobreprotector.
Bufé. Miré la cicatriz de su
antebrazo y luego me acomodé en el diván negro recogiendo sin que él lo
percibiera la tarjetita azul que había dejado por la tarde debajo de un cojín.
-Subiré dentro de diez minutos-
concluí.
Algo conforme, Matt se marchó sin
cerrar la puerta en modo de protesta supongo, porque sabía que eso me
reventaba. Esperé quieta hasta dejar de ver la luz del pasillo y finalmente
hasta escucharle subiendo los escalones. Sólo entonces abrí mi mano izquierda y
fijé la vista en la tarjeta que esta mañana había sacado del sobre. En blanco.
Bueno, más bien “en azul”. La puse a contraluz, la toqué y la retoqué en busca
de algún relieve, hasta probé a darle calor. Nada.
¿A qué estaban jugando mandándole
esas cartitas a Matt? ¿Qué demonios se traía entre manos? ¿O quizás no se
estaba enterando de la historia la mitad? En ese caso ya éramos dos. Creo. Miré
mal a la condenada tarjeta y me levanté hasta el escritorio principal. Recogí
mi libro y su “marcapáginas improvisado”. Metí la tarjeta dentro del sobre y
después taché instintivamente “El lince”
con el primer bolígrafo que pillé a mano. Sólo leer ese nombre me daba mal
rollo.
Cinco minutos después “El
Mangosta” veía como la única luz que quedaba encendida en las habitaciones
exteriores de la mansión se apagaba. Si la memoria no le fallaba, que casi
nunca lo hacía, correspondía a la del despacho principal. “Buenas noches” pensó Nabor.
Aguardaría un momento más y entraría en escena. Con suerte sorprendería a “El Lince” en su propio lecho. Por fin.
El marcapáginas del silencio.