martes, 4 de marzo de 2014

MANGOSTA III

     Con la mirada puesta en el patio de luces, oscuro irónicamente por capricho de la tarde, Nabor dejaba escapar alguna que otra calada distraída al Ducados que sujetaba con la mano izquierda. Hacía ya demasiado tiempo que el tabaco no le aliviaba así que lo hacía más que nada por costumbre. Apoyado sobre la repisa de la ventana su cabeza estaba muy lejos de los ladridos del perro del primero o de los sonidos de los cacharros al fregar de su vecina del tercero.

     Habían transcurrido casi diez horas desde que pisó la ciudad y todo parecía ir tranquilo. “Demasiado tranquilo” pensaba para sí “El Mangosta”. A las tres de la madrugada, puntual como un gallo, salió de la cabaña de la finca y se encaminó al pueblo. El cual no tardó en alcanzar más de veinticinco minutos a una velocidad moderada por el camino de tierra. Al llegar a éste se dispuso a guardar la camioneta en la cochera trasera de la tienda de Joe y a dejarla tal cual la había encontrado tres días antes. Vaciada al completo, la vieja camioneta blanca ya le había dado todo el servicio que tenía que dar. Echó la lona negra por encima y escudriñó con mirada felina la imagen de la camioneta cubierta, así como el resto de la estancia. Si alguien pasase a la cochera a la vuelta de vacaciones no repararían en nada distinto.

     Se echó la bolsa de deportes al hombro donde había metido todas las armas y la munición pertinente y se encaminó cerrando la cochera a recuperar su moto. Se cambió de guantes y de botas bajo el álamo e introdujo el pasamontañas en el bolsillo interior de la bolsa. Tuvo que caminar unos diez minutos totalmente a oscuras y guiado por una memoria calculada al milímetro hasta su escondrijo. Se acercó sigilosamente al lugar y no pudo contener una sonrisa pérfida. La verdad es que no podía estar mejor camuflada, la silueta de la Kawasaki Vulcan pasaría desapercibida ante la mirada de cualquiera.

     Cuando por fin tomó rumbo hacia la ciudad su nerviosismo crecía a medida que aceleraba con su mano derecha, como una sombra fugaz en la noche, aproximándose más y más a la ciudad. El destino de “El lince” culminaría en apenas una hora. Y el de “El Mangosta”, con él. Estaba seguro de ello. Todo iba a cambiar.

***

     Escuché sus pasos desde el pasillo e intuí su sombra asomándose en la puerta del despacho en un intento de no ser visto.

-¿Qué haces despierta Delia?- preguntó suavemente para no asustarme. “Ingenuo”, pensé.

-Pues no podía dormirme así que he bajado a leer un poco- contesté, dando esa vaga explicación que ni siquiera se merecía. Dejé el libro sobre el escritorio principal y observé de reojo como seguía plantado en la puerta del despacho mirándome.

-Son las cuatro y media de la madrugada, no me gusta que estés aquí abajo sola- dijo excusándose cuando le devolví la mirada.

-Muy bien-.

-¿Muy bien? Y ¿ya está?-desde luego Matt a veces se ponía realmente pesado con el rollo sobreprotector.

     Bufé. Miré la cicatriz de su antebrazo y luego me acomodé en el diván negro recogiendo sin que él lo percibiera la tarjetita azul que había dejado por la tarde debajo de un cojín.

-Subiré dentro de diez minutos- concluí.

     Algo conforme, Matt se marchó sin cerrar la puerta en modo de protesta supongo, porque sabía que eso me reventaba. Esperé quieta hasta dejar de ver la luz del pasillo y finalmente hasta escucharle subiendo los escalones. Sólo entonces abrí mi mano izquierda y fijé la vista en la tarjeta que esta mañana había sacado del sobre. En blanco. Bueno, más bien “en azul”. La puse a contraluz, la toqué y la retoqué en busca de algún relieve, hasta probé a darle calor. Nada.


     ¿A qué estaban jugando mandándole esas cartitas a Matt? ¿Qué demonios se traía entre manos? ¿O quizás no se estaba enterando de la historia la mitad? En ese caso ya éramos dos. Creo. Miré mal a la condenada tarjeta y me levanté hasta el escritorio principal. Recogí mi libro y su “marcapáginas improvisado”. Metí la tarjeta dentro del sobre y después taché instintivamente El lince con el primer bolígrafo que pillé a mano. Sólo leer ese nombre me daba mal rollo.


     Cinco minutos después “El Mangosta” veía como la única luz que quedaba encendida en las habitaciones exteriores de la mansión se apagaba. Si la memoria no le fallaba, que casi nunca lo hacía, correspondía a la del despacho principal. “Buenas noches” pensó Nabor. Aguardaría un momento más y entraría en escena. Con suerte sorprendería a “El Lince” en su propio lecho. Por fin.


El marcapáginas del silencio.

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