Hoy venía a escribirte lo que
siento por dentro. Pero, casualidades de la vida, no pude. No pude sentarme
frente al escritorio, porque estaba menos vacío que yo. No pude teclear con precisión,
tampoco sujetar la pluma, cuando el sudor frío recorría mis manos. ¿Cómo
librarme entonces de aquello que hacía tanto mal? Pensé en hablar; dentro del
círculo de confianza siempre es más fácil expresarse; pero observé con sorpresa
como cada palabra aunque me desgajara por dentro no arrancaba ni una lágrima. Y
sobrevino el mutismo, y otra vez esa sensación de incapacidad. ¿Incapacidad?
Más bien tendríamos que preguntarnos antes de realizar cualquier acto si
queremos hacerlo en vez de sí podemos. Desde mi punto de vista si nos
planteásemos esta cuestión antes de cada acción conseguiríamos mucho más. Nos
evaluaríamos a nosotros mismos antes de valorarla a ella.
Entonces ¿dónde quería llegar con
todo esto? ¿Acaso verdaderamente no quería expulsar de mí esa desagradable
sensación? Es impensable ¿no? ¿Cómo no vas a desear deshacerte de algo que es
perjudicial para ti? ¿Por qué habrías de guardarlo?
Hay sustancias que si las tomas
en pequeñas dosis durante un largo período de tiempo se acaban acumulando en tu
organismo teniendo un efecto tóxico letal: los “venenos a largo plazo”.
Simplemente llega un momento en que tu riñón no lo resiste y ese cúmulo de
desechos acaba con tu vida. Quizás esté exagerando, y sin el quizás también.
Pero tan sólo es un símil de que a veces aunque no queramos expresar aquello
que nos consume y nos envenena por dentro no quiere decir que desaparezca;
tampoco estoy queriendo decir que sea necesario expresarlo de una manera
totalmente obligatoria. Simplemente hay que sacarlo, aunque no seamos
conscientes de que finalmente lo hemos expulsado. Quizás esa sea la mejor forma
de alejarlo por siempre de nuestras vidas; en el tiempo que dura una larga
carcajada echada con ganas y que te deje flato bajo las costillas.
El marcapáginas del silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario